LA MANO DE ARCILLA
Relato incluido en "Retratos de familia", disponible en Amazón.
2º PREMIO XIII CONCURSO DE RELATOS NOBLE VILLA DE PORTUGALETE 2003
Era una pieza de arcilla con la huella de una mano. Una mano diminuta, gordezuela que, años atrás, había grabado en aquella primitiva masa húmeda y maleable el primer regalo para su padre. Y ahora estaba en el suelo, hecha añicos. Todavía se apreciaba el testimonio del dedo gordo en uno de los fragmentos huérfanos de escoba, y su mente cabrioló un amago de arreglo, pero recordó a tiempo una de esas frases que se quedan grabadas en la memoria, ocupando un pequeño rincón y que, desde su escondite, en el momento más inesperado nos asaltan o nos iluminan. Era una frase del fen sui que proponía arrojar los adornos rotos a la basura sin tratar de arreglarlos con cola mágica, cemento blanco o cualquier otro subterfugio que, por mucho que uno se afane, siempre dejan una marca indeleble. Un resto, un rastro que cada vez que lo vemos, nos devuelve el amargo sentimiento primigenio de frustración sufrido tras descubrir ese objeto amado roto, y nuestro estómago rememora el rencor hacia la persona responsable del daño, aunque por ese lado no había problema, el pequeño negativo de la mano de la niña había encontrado su fin con la ayuda de su jefe, un hombre al que ya despreciaba, aborrecía y por el que apenas cabía una posibilidad de sentir más rencor. Pero, por más que se lo propusiese, el arreglo era imposible. Allí estaban todos esos pedazos del pasado, aplastados por la gravedad y el duro suelo, entre arenilla del barro cocido y la huella del zapato del jefe quien, no contento con haber lanzado su regalo al vacío cuando colocaba unos folios sobre la estantería, después había puesto su pie de jefe sobre los restos, con la indiferencia del que sabe que no debe disculparse pues todo lo que había en esa oficina, ordenadores, mesas, cuadros, adornos y personas, eran suyos y de nadie más.
Por alguna extraña razón alojada entre el corazón y el hígado no esperó a que acudiese la señora de la limpieza a borrar de la historia de la oficina a golpe de recogedor y escoba aquella pérdida para, con meticulosidad extrema, recoger él cada fragmento, cada resto de arcilla y hasta el polvo que se había desparramado alrededor y, con el duelo de un niño con su primera mascota muerta, transportar los despojos hasta el baño y dejarlos caer en la taza del váter.
Cuando regresó al despacho sintió la ausencia. Era extraño, pues hacía años que no se percataba de la presencia del adorno. Si alguien se lo hubiese robado, o lo hubiese roto y recogido mientras él estaba de vacaciones, seguramente no se habría dado cuenta. Quizás necesitaba otra excusa añadida a la lista de agravios para cargar más las tintas contra el tirano, una razón más para aborrecer al jefe y su despotismo. Pero no era sólo eso. Recordó que en los últimos años sólo había tenido conciencia de la presencia del objeto cuando un compañero confundió la mano de barro con un cenicero, y entonces se limitó simplemente a limpiarlo y a volver a dejarlo en la balda para que continuase acumulando el polvo del olvido, pasando otra vez a formar parte de la decoración invisible, como la alfombra que pisaba o el color de las sillas. Así que no tenía por qué sufrir la pérdida de algo en lo que apenas se había fijado, que había dejado aparcado de su vida sin siquiera saberlo. Sin embargo, sí recordaba las lágrimas que le surcaron el rostro cuando vio a la pequeña acudir hasta sus rodillas, trastabillando, con una sonrisa por donde salía el sol, y el pequeño objeto envuelto en papel de seda sujeto por las manos diminutas y gordezuelas, esas manitas que lo tenían fascinado, con las suaves uñas de mentira, sus ganas de asirlo todo, de tocar y sentir, de abarcar el mundo entre los pequeños dedos. Dos minutos después ella se había olvidado del regalo y estaba pendiente de una hormiga que se paseaba por la calzada de la casa, pero él seguía parado frente a la puerta, con la mano de arcilla entre las suyas tan grandes y las lágrimas que se empeñaban en recorrer una y otra vez aquel camino de emociones derramadas.
Sentado en el coche, entre bocinazos, maldiciones y la habitual marcha en procesión de peregrinaje al hogar, recordó cuánto tiempo hacía que no lloraba. Quizás aquellas lágrimas fueron las últimas que fabricaron sus ojos. Ni siquiera a la muerte de su madre, mientras sujetaba un extremo del ataúd para introducirlo en la iglesia, a pesar de la profunda tristeza y la orfandad que se adueñó de su alma, fue capaz de llorar. O cuando Marta perdió al niño a los siete meses de embarazo. Ella le recriminó durante mucho tiempo la dureza de su corazón, pero él no era capaz de segregar su dolor en forma de sal. Sólo en aquella ocasión, cuando vio a su princesa avanzar hacia él con el regalo, y supo que ése iba a ser el recuerdo de aquel cuerpecillo que, día a día, crecía entre sus brazos y le hacía reír con su lengua de trapo o soñar con una noche sin intermedios. Entonces las lágrimas fluyeron de forma natural y, ahora, aquel regalo viajaba irremediablemente hacia el mar. Y ya no había manera de conjurar una nueva mano, pues la manita diminuta y gordezuela había dado paso a otra alargada y delgada hasta la extenuación, con aquellas graciosas uñas pintadas ahora de mil colores imposibles, y ya no cabía toda ella en su mano ni quería caber, y no sabía si en esa sonrisa amanecía un nuevo sol pues no recordaba la última vez en que la había visto reír o, al menos, sonreír. Alba, su niña, su princesita que ya no quería serlo había crecido mucho, y la distancia entre ambos había ido a la par de los años. Ya no lo esperaba a la puerta de la casa cuando intuía su regreso, y él había perdido toda esperanza de que una noche de fin de semana llegase antes del desayuno silencioso del matrimonio. Ni siquiera era capaz de recordar qué estaba estudiando ahora. ¿Era un módulo de Formación Profesional? Creía recordar que Marta se lo había explicado un mes antes, cuando formalizaron la matrícula, pero no estaba seguro. Las cosas no iban bien con su mujer, y la niña no ayudaba a mejorar el ambiente familiar con la música a todo volumen, si es que se podía llamar música al horrible estruendo que invadía la casa desde la habitación, y con sus ausencias continuas, mudas y no interrogadas. Poco a poco él se había ido aislando, había abandonado el hogar en espíritu aunque no en cuerpo. Soñaba con otra vida porque la suya ya no le servía, pero no se veía con fuerzas para emprender otra aventura. Y cada vez que pensaba en su familia, una acidez nacida desde lo más profundo de sus entrañas le anegaba el ánimo. Pero ahora un viejo sentimiento parecía haber surgido de las cenizas de la mano de arcilla. Las imágenes de la niña que le había emocionado, la criatura que durante tantos años se había convertido en el eje de su existencia parecía que quería recuperar de nuevo su lugar. ¿Por qué había dado la batalla por perdida? Quizás había comenzado a sentir que su familia ya no lo necesitaba. Que con suministrarles el dinero necesario para que cada uno de ellos siguiese con su tren de vida todos tenían bastante. Que la chiquilla era la aliada de Marta y si ya había escogido bando él no tenía nada que hacer. Pero Alba era también su hija. Y él la quería. Cuando en su mente se forjó este pensamiento sus manos apretaron con ansiedad el volante. ¿Era cierto que la quería? Y si la quería, ¿cómo era posible que no supiese qué estaba estudiando, o si la niña tenía novio, o si, al menos, tomaba precauciones en sus previsibles escarceos de fin de semana? Ni siquiera se había fijado en sus pupilas las tardes de los domingos para descubrir en ellas los rastros de drogas que surcasen sin freno las venas azuladas y frágiles. Cuando su mano golpeó con fuerza el salpicadero, el conductor que penitenciaba en la retención a su lado estuvo de acuerdo y comenzó a hacer sonar el claxon de manera estentórea. Todavía la nave no estaba hundida. El capitán continuaba a bordo aunque ahora se sintiese más cercano a las ratas. Sí, quería a Alba, y pensar en una existencia sin ella era un infierno que no estaba dispuesto a conocer, así que sólo podía tratar de enmendar la situación, componer con la habilidad de un cirujano los restos de la relación. Hoy mismo, esa misma tarde. Estaba a tiempo de recomenzar, de descubrir bajo los áridos ropajes de la dura adolescencia a la niña que tanto le había enternecido.
Al abrir la puerta escuchó el rumor de la música que provenía del piso de arriba. Le resultó curioso entrar en casa cuando todavía era de día. En los últimos tiempos acostumbraba a pasar las horas que precedían a la noche en el gimnasio, castigando el cuerpo en compañía de los vecinos de urbanización. Pero al entrar en casa y ver a los últimos rayos de sol penetrar por la cristalera de colores y esa música que tan conocida le resultaba se sintió triste. Con una tristeza profunda al comprender a cuánto había renunciado con su huida. En el fondo, ahora estaba siendo un intruso en la casa. No pertenecía al momento, no era su hora de estar allí. Y la música claro que le resultaba familiar. Era uno de sus viejos discos de los Dire Straits. Todavía era capaz de recordar cuando, en tiempos del viejo tocadiscos, colocaba su vinilo de Sultan of Swing a todo volumen y, mientras Marta se encerraba en la cocina hablando de manicomios, Alba y él bailaban saltando entre los sofás agarrados de las manos, dando vueltas y más vueltas hasta caer mareados entre carcajadas y solos de Mark Knopfler. Hacía siglos de eso, en otra vida, quizás. La habitación de ellos estaba abierta y vacía, al igual que la cocina o el salón. La música salía de la habitación de Alba. Tocó con los nudillos con suavidad y esperó. Nada. Volvió a tocar, un poco más fuerte mientras las piernas parecía que querían seguir por su cuenta el ritmo de la música. Pero ya no había ningún sonido porque Alba había apagado el reproductor y ahora sólo escuchaba el golpear alocado del corazón contra el pecho. A la tercera vez que sus nudillos llamaron a la puerta Alba contestó:
– Déjame, mamá. Estoy estudiando.
La voz se le escapó trémula.
– No soy mamá.
Esta vez el silencio se hizo sonoro, pesado, y a punto estuvo de girar sobre si mismo y huir.
– Qué quieres?
– Quería hablar contigo.
Ahora quizás demasiado autoritario. Tenía que controlar el tono de voz.
– ¿Sobre qué?
– Hablar nada más. Hace mucho que no hablamos. Oye, ¿no crees que sería mejor que abrieses de una vez la puerta y así dejaríamos de hacer el tonto de esta manera?
Esta vez la había sorprendido, no cabía duda alguna. Sintió pasos que se acercaban, pero de pronto nada. Se había detenido, como él, de pie a un palmo de la muralla de madera que los separaba. Pasaron unos segundos y, con un chasquido, una ranura de luz penetró desde la habitación hasta el descansillo precedida de un fuerte olor que no le costó mucho reconocer.
– ¿Estabas fumando un porro?
– ¿Para esto me querías?
Y a punto estuvo de cerrarle la puerta en las narices.
– ¡No, espera!
La rendija se hizo menor, y pudo ver un ojo que le miraba desde dentro, y tres dedos delgados que se aferraban a la tabla. Esta vez las uñas estaban pintadas de negro.
– Quería decirte que esta tarde se rompió la mano.
Ahora su voz sonó alarmada.
– ¿Mano? ¿Qué mano? ¿Quién?
¿No te acuerdas? Esa pequeña mano de arcilla que me regalaste cuando cumpliste un añito, por el día del padre. La habías hecho en la guardería, y cuando llegué a casa me estabas esperando para dármela... Fue un regalo precioso.
Quiso percibir un ligero temblor en la voz de ella.
– ¿Todavía la tenías?
– Sí.
Ambos callaron. No sabía muy bien cómo continuar. Tantos discursos, tantas palabras fraguadas en el horno del coche que iban a terminar en un largo abrazo que borraría de un plumazo los reproches, el odio enquistado y los resentimientos. Pero ahora no era capaz de hilvanar una idea medianamente clara. Así que sólo dijo:
– Eras tan graciosa de pequeña...
Fue un error. Lo supo antes incluso de dejar la frase así, suspendida en el aire, pero no fue capaz de enmendarlo. La puerta se abrió con violencia y Alba surgió ante él demudada por la ira.
– ¡Claro, era tan graciosa! ¡Te gustaba tanto jugar conmigo cuando era un bebé! ¡Era una niña tan buena! Eres igual que mamá, siempre echándome en cara cuando era buena y tonta. Y ahora qué, ahora ya no os valgo. Te da pena porque se te rompió la manita de la dulce niña que quería a su papito. ¡Pues maldita sea esa mano, y la niña, y el papito!
Antes de que pudiese finalizar el ademán de encerrarse de nuevo en su cuarto consiguió agarrarla por la muñeca. Fue un instante, no quería terminar así la conversación. Él no había querido decir eso, ni que ella lo entendiese así aunque, ¿no tenía parte de razón? Pero todo quedó en suspenso cuando sus dedos tomaron contacto con la fina muñeca de ella. La soltó como si le hubiese dado un calambre, y ella quedó inmóvil, con la respiración agitada. Pero ahora le miraba desafiante, la barbilla temblando ostensiblemente y ambas muñecas vueltas hacia su padre que era incapaz de dejar de mirarlas.
– Sí, es lo que crees. Pero no lo hice bien. ¿Sabías que había que realizar los cortes de manera vertical y profunda? Yo no. Y un amigo me encontró antes de tiempo. Ya ves. Y sí, fumo porros, y como pastillas, y bebo, y todo lo que quieras. Ya no soy tu niña, ¿satisfecho?
Quedó sólo en el pasillo ya casi a oscuras, tan a oscuras como sus pensamientos, como su alma.
Alba escuchó desde el fondo de su almohada inundada de lágrimas mudas el ruido del coche que daba marcha atrás con violencia y, después, se perdía en la lejanía. Quince minutos después lo volvía a oír de nuevo, esta vez acercándose. Cuando la portezuela se cerró, se incorporó rápidamente y fue hasta su puerta para asegurarse de que no pudiese entrar. Pero no lo hizo. Le sintió caminar por el descansillo sin detenerse y, después, oyó cómo se cerraba la puerta del baño. Ya estaba. Habían recuperado el anterior estado, pero esta vez para siempre. Volvió a dejarse caer sobre la cama, no sin antes poner a todo volumen en el reproductor un disco de Eminem, uno de los que su padre tanto aborrecía. Estaba a punto de dormirse cuando abrieron la puerta. Esperó escuchar la bronca exasperada de su padre por la música, una agria recriminación por la escenita anterior o, incluso, que por primera vez en la vida le levantase la mano. Pero no fue así. Se acercó hasta la cama, la asió del brazo y tiró de ella hasta incorporarla.
– ¿Qué haces?
– Ven conmigo.
Quiso resistirse, pero su padre era mucho más fuerte. Chilló, pataleó e incluso llegó a clavarle las uñas en la mano, pero fue inútil. Él la arrastró hasta el baño y, al llegar a allí, le hundió la mano en una palangana. Una suave pasta húmeda y marrón le esperaba en el fondo. Era redonda y gruesa, como una galleta y, cuando la palma tomó contacto con su superficie, fue tomando la forma de los dedos. Alba, sorprendida, se dejó hacer, y no ofreció ninguna resistencia cuando su padre le agarró, esta vez con suavidad, la muñeca, y la hundió también en la arcilla hasta dejar impresas, junto al resto de la delgada y alargada mano, las huellas de las cicatrices.
Relato incluido en "Retratos de familia", disponible en Amazón.