
La función hace al órgano.
Si tuviese que anticipar mi epitafio, propondría: “La función hace al órgano”. Este principio Lamarkista se ajusta como un guante a mis 44 primeros años de existencia. La función hace al órgano, y así aprendí a comer. Vivía en una familia donde nos impusieron una alimentación vegetariana estalinista, y no fue hasta que entré en casa de la que entonces era mi novia, ahora mi esposa, que mi paladar no descubrió el sentido del gusto. A comer aprendí comiendo, y comiendo bien. Qué decir del resto de placeres. Enumeren ustedes. A todos ellos se llega por la práctica. La función hace al órgano, y por eso incluso a querer aprendí queriendo. Como un buen motor diesel, jamás sentí mariposas en el estómago antes de pulsar la última tecla del teléfono, ni padecí insomnio soñando frases con las que enamorar a mi amada. Al amor llegué a base de práctica porque, como con el gusto, esa parte del cerebro que libera sudoración en la palma de las manos, temblor en la voz y mirada de cordero degollado no había sido suficientemente estimulada.
En mi caso, el postulado de Lamarck se extiende como el aceite, empapando todo mi ser, lubricando cada una de mis acciones. La función hace al órgano, y por eso, en mi tarea profesional como osteópata, enfrentado a los dolores mecánicos de cada paciente, me dedico a restablecer la funcionalidad mediante el movimiento. Soy un facilitador del movimiento. Evalúo la adaptación de fascias, los mecanismos de defensa musculares, la rigidez articular o la inflamación de órganos para luego intervenir en la recuperación de una función óptima a través del movimiento. Qué es el movimiento sino el principio motor de la vida. Ya ven, el naturalista francés Lamarck me da de comer. Pero también soy escritor aplicando el mismo principio. Soy escritor porque escribo. Uno no es escritor, o albañil, o músico, o cirujano por la apetencia de un buen despertar. En realidad, uno, más que ser, se hace. Y para hacerse escritor, el único camino que conozco, el que a mí me ha servido, es el de practicar el oficio: esto es, sentarse, día tras día, folio tras folio, y escribir. Porque, no se equivoquen, para escribir bien ayuda haber leído mucho, pero no por leer mucho uno se convierte indefectiblemente en un buen escritor. La mayor parte de nosotros, estos que nos llamamos escritores, somos artesanos que soñamos ser artistas. Algunos, por fortuna, lo logran. Ése es el gran reto.
Desde que me recuerdo, siempre he estado con un libro entre las manos. Salía a jugar al fútbol a las calles de mi barrio, aquellas afueras de Oviedo que era entonces el barrio de Buenavista, pertrechado siempre por un libro. Pero no era porque me pusiese a leer en cualquier esquina. En muchas ocasiones, el libro terminaba sirviendo como uno de los postes de las improvisadas porterías que dibujábamos en medio de la calle. Salía a jugar al fútbol, o a quemar aviones de papel simulando batallas, o a bajar en patinete por las cuestas, pero siempre con un libro. Era una parte más de mí. Jugaba, leía, y el libro se convertía en la frontera necesaria para preservar la cordura dentro del caos familiar. Cada vez que abría las tapas de una novela, la realidad dolorosa se disipaba, y en los soportales de mis ojos corrían pandillas de niños que resolvían crímenes, o rugían dragones persiguiendo hobbits, o un volcán era el agujero de salida de una tierra hueca y fascinante. Los libros eran mi embajada, el amigo que nunca me fallaba, la lámpara que ahuyentaba mis demonios. Pronto, mi avidez por nuevas historias y mi ansia de otras vidas que no fueran mi propia vida y de otros mundos que no fueran mi propio mundo se volvieron insaciables. Fue ahí cuando sentí el aguijón de traspasar las páginas del libro y colocarme al otro lado. Quería ser el protagonista de mis propias historias.
Pero no fue hasta años más tarde, con la vejez de mi abuelo, que aquel primer impulso maduró hasta la idea consciente de escribir un libro donde yo no sería el protagonista. Mi abuelo fue un hombre honesto, que hablaba poco, y lo poco que hablaba siempre le pareció demasiado. Únicamente sentado frente a una baraja, jugando al tute, se liberaba, y era entonces cuando compartía conmigo, su nieto adolescente, aquel anecdotario que había conformado la historia de su vida. Yo le escuchaba, extasiado, y deseaba con todas mis fuerzas recordar para siempre cada una de sus palabras. Pero temía que, muriendo él, y luego nosotros, sus nietos, nada quedaría del paso por este mundo de aquel hombre entero y cabal. El adolescente que fui se rebeló contra la muerte. Mi abuelo no sería polvo silencioso. Yo le rescataría. Y empecé a escribir. Pero, como decía al principio, de poco me habían servido todos los libros leídos y acumulados. A escribir no se aprende sólo con leer. Con 18 años me senté frente a unos folios y comencé a pergeñar aquel libro soñado. Hora tras hora, el folio, al principio plano y blanco, iba mutando en bola mientras la papelera se volvía canasta. Lo intenté por meses y fracasé. Por fortuna, Lamarck acudió en mi ayuda. La función hace al órgano. No desistiría. Sólo tenía que posponer el proyecto y, como un niño que comienza dibujando palotes, me inicié en el arte de contar historias, cualquier historia, para, algún día, llegar a rescatar a mi abuelo ya fallecido de las garras de la muerte.
Ya ven. Han pasado más de 20 años de esto, y el proyecto está cumplido. Homenajeé a mis abuelos en “La lista de los catorce”, pero ya mi adolescente no estaba conmigo, y el príncipe no rescató a la princesa. Entre medias, tantos libros leídos, tantas películas vistas, tantas personas que me han dejado algo en su contacto con mi vida, y borradores inacabados, novelas cortas escritas y olvidadas, relatos, las novelas negras, la fortuna de los premios… Tras “La lista de los catorce” pasé más de seis meses alejado del ordenador, pensando si merecía la pena seguir. Pero qué quieren. Es lo que me ha quedado. Por culpa de Lamarck, mi cerebro se ha habituado a buscar nuevas historias. Porque, al fin y al cabo, eso es lo que soy, un narrador, un contador de cuentos. Al igual que un fotógrafo pasea por la calle encuadrando esquinas y ajustando fondos sin necesidad de llevar consigo la cámara, yo voy por la vida recopilando anécdotas, quedándome con los detalles, observando gestos, imaginando diálogos o pergeñando finales para lo que sólo tiene un final. Escribo. Porque deseo que me lean, porque deseo que me quieran, porque pretendo exorcizar así al fantasma de la soledad, porque disfruto viviendo otras vidas además de la mía y habitando otros mundos que no son mi mundo.
Sé que el siglo XX, con Darwin a la cabeza, tiró abajo a mi buen Lamarck, pero qué quieren. Soy escritor. La realidad no me puede destruir una buena historia.